Los caminos a Matilde Alba Swann


Abrir un libro de Matilde es como estar en un gran palacio, como admirarlo por vez primera y recorrer sus pasillos y suelos de piedra; es estar en el sitio y en el momento en el que debemos estar y entonces sentir una explosión en el pecho; es admirar el juego de la luz cuando se abre una nube y se apropia de todo con sus brazos efímeros, cascada brillante que se precipita sobre los techos de las casas, los patios, las calles y las cabezas de los niños. Abrir un libro de Matilde es la permanencia, es el testimonio. Abrir uno de sus ocho libros, el que sea, y sentir el mar en el rostro: ‘Canción y grito’ (1955); ‘Salmo al retorno’ (1956); ‘Madera para mi mañana’ (1957); ‘Tránsito del infinito adentro’ (1959); ‘Coral y remolino’ (1960); ‘Grillo y cuna’ (1971); ‘Con un hijo bajo el brazo’ (1978); ‘Crónica de mí misma’ (1980).

Matilde Kirilovsky (1912-2000) nació en Berisso, una ciudad en la provincia de Buenos Aires, que en ese año tenía una población menor a los tres mil habitantes. En 1933, a sus 21 años, obtuvo el título de Licenciada en Derecho por la Universidad Nacional de La Plata. Son muchos los documentos que hablan  de su larga y exitosa trayectoria como abogada y de una clara vocación para ayudar a quienes más lo necesitaban. También puedo elogiar su labor como periodista, llegando a ser corresponsal de guerra durante la Guerra de las Malvinas. Pero destaco aquí su poesía, publicando como Matilde Alba Swann, con la que obtuvo numerosos reconocimientos (seguramente el más importante fue su nominación al Premio Nobel de Literatura en 1992 [cuando el ganador fue el poeta santaluciano Derek Walcott]).

MAÑANA ES SIEMPRE
[de Crónica de mí misma]

Cómo quisiera despertar cantando.
Pero amanezco, en cambio,
dolorida
de no haberme quedado en ese espacio,
en ese tiempo de morir prestada.
Una isla no inscrita en ningún mapa,
una célula enferma de ignorancia,
un asfixiado mundo en miniatura,
una avanzada humanidad triunfante,
en clarines y hogueras
homicidas.
Tabla sola, sin náufrago siquiera,
y luchando,
relincho hacia la costa,
y animada nomás por el recuerdo
de un aliento mordido a sus astillas.
Cómo quisiera despertar cantando,
y me muero de sed y hambre
de canto
mientras desborda la preñada aurora
en promisorio bermellón de vinos,
y expandida,
hoguera en panes, horneándose a lo alto.
Yo estoy abajo,
debajo de la historia,
sepultada en antorchas apagadas
y estandartes marchitos.
Sumergida en humores subterráneos
y en cenizas de huesos
de bandido,
Soy el ser que no fue, lo que no pudo,
la olvidada, desdeñada semilla,
pero existo.
Dentro
tengo un sauce inclinado que me llora.
Un niño triste me llama, sin nombrarme.
Me doy cuenta,
me doy cuenta, yo existo.
Mañana espero despertar, cantando.

He regresado muchas veces a Matilde, parece que todos los caminos llevan a ella: leer un libro sobre Pablo Neruda y ver su nombre aparecer cuando se habla de la forma, de una manera de decir las cosas. Y quizá sí sean parecidas sus poesías. Hacer una selección de quince poemas para una lectura nocturna y no poder resistirse a su melodía. Pocos poetas han logrado una sonoridad semejante.

El último encuentro fue gracias a David Lagmanovich, uno de los grandes exponentes del microrrelato y a quien debo gran parte de mi pasión por este género, pues leyendo sobre él me encontré su prólogo en el libro ‘El mundo poético de Matilde Alba Swann’, de Raquel Sajón de Cuello y al que espero llegar pronto una vez que lo he encontrado en una biblioteca de la avenida Reyes Católicos.

No es que tenga un libro preferido de Matilde, pero en sus dos últimos libros, ‘Con un hijo bajo el brazo’ y ‘Crónica de mí misma’, nos invita a un espacio más íntimo y es ahí donde su luz nos deslumbra. No es consecuencia del tiempo, sino de un estilo claro, transparente, de una poesía que fue trabajando desde su libro primero y que ahora parece completa, libre. La maternidad está especialmente presente en esta etapa y la convirtió en un elemento importante en una obra que nos entregó cuidadosamente.

HOY ESTUVE
[de Con un hijo bajo el brazo]

Hoy estuve, domingo entero
entera,
reclinada en costura
de mis hijos.

Cómo hubiera querido escribir versos...

Cómo estuve latiéndolos en tanto,
lenta mi aguja
transitaba linos,
ángel el aire, y a lo alto un río
todo surcado de
bajeles blancos.

Mis pequeños traviesos,
si supieran,
si pudieran sentir ellos mañana
que se llevan vestida
mi poesía,
la más honda y nostálgica,
la aquella
que dejé de escribir
por ser tan madre
como hubiera querido ser poeta.

Estos versos que nunca leerá nadie,
sin palabra, la tierna
dulce estrofa
silenciosa en costura
de domingo.

Poeta admirable que llegó a mí como un obsequio, como una ciudad iluminada que se muestra al final de un largo camino.

YO NO TENGO LA CULPA...
[de Salmo al retorno]

Yo no tengo la culpa
de amar tenaz la sombra de las cosas que fueron,
y sentir la impaciencia del misterio que ronda,
y vibrar la certeza de la luz que fulgura.
Yo no tengo la culpa de quedarme conmigo
en la hora del brindis, del laurel, de la espiga,
en refugio de infancia, en retorno de escuela,
en regreso a la tierna canción adormecida.
Yo no tengo la culpa de sumarme a la noche,
de soltarme en los techos en congoja de lluvia,
de morir de vergüenza con aquél que se humilla,
de quemarme en la fiebre mortal de los enfermos,
de dolerme en las hojas pisoteadas de otoño,
de gemir en las ramas de bramar con el viento.
Yo no tengo la culpa de ser una partícula
del cuerpo de la pena,
del coraje, del sueño, del amor por la eterna
tristeza de los hombres.
Solo tengo la culpa
de reunir en mis versos el dolor que rezuman
esas cosas amargas que remuerden y acusan,
de eso tengo la culpa...!