Las preguntas de Sylvia Plath



Frente a mí, en un vagón de la línea 6 del metro de Madrid, cuando me dirijo a la biblioteca a regresar libros de Ana María Matute, Ernesto Sabato, Álvaro Mutis y Vicente Aleixandre, hay una mujer que se pierde -o se encuentra- en un pequeño libro de pasta dura. Me ha llamado la atención la portada azul, pues me parece familiar, y trato de leer el título, pero me es imposible (tampoco es que insista mucho). El metro anuncia la estación Ciudad Universitaria, me pongo de pie y, con una intención renovada, como último recurso, me dirijo hacia la puerta con la mirada en el libro azul: la autora es Sylvia Plath. Al bajar del metro, pienso que se trata de un guiño para escribir sobre ella, pero no sólo para escribir sobre una de mis grandes poetas, sino para pedir una disculpa (¿a quién? No tengo idea), pues este espacio ha sido invadido por una clara presencia masculina y me he olvidado de recomendar a las escritoras que también han representado un punto de inflexión en mi relación con la literatura. Si escribí sobre cuatro poetas que se han convertido en mis puntos cardinales (José Emilio Pacheco, Juan Gelman, Ernesto Cardenal y Antonio Gamoneda), quizá sea hora de hablar, en las siguientes entregas, sobre las poetas que representan las estaciones del año. (Procuraré un homenaje en vida. Aunque tengo notas sueltas sobre Matilde Alba Swann, poeta argentina, de quien me gustaría escribir pronto.) 

Regreso a Plath. Pienso, como siempre, en su historia. Pienso en su vida en Massachusetts, en sus primeros poemas, en su viaje a Inglaterra y sus estudios en la Universidad de Cambridge, y pienso en su matrimonio con Ted Hughes, otro gran poeta, cuando ella tenía 23 años. Pienso en sus dos hijos, en la publicación de su primer poemario, ‘El Coloso’, única publicación en vida. Pienso en su suicidio a los treinta años, en sus textos esperando la luz en una fría habitación de Londres, en la que también había sido casa de William Butler Yeats, cuando el que probablemente sería el mejor poemario publicado en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XX, ‘Ariel’, era un montón de hojas con un futuro incierto. Pienso en el rostro de Sylvia, en sus ojos, en la naturaleza de sus versos, en las palabras de Joyce Carol Oates: «[Los poemas de Plath] son inolvidables por su misteriosa fusión de poder y desamparo». Y pienso, sobre todo, en algunas de sus preguntas: «¿Quién nos ha desmembrado?»; «¿Es amor esta roja tela que fluye de la acerina aguja y vuela tan cegadoramente?»; «¿Aterro acaso?»; «¿A dónde vas sorbiendo aire como kilómetros?»; «¿Dónde están tus opios, tus asquerosas cápsulas?»; «¿Cómo te introduces entre yo misma y yo misma?»; «¿Cómo salir de la mente?»; «¿Tan intrigante es mi vida?»; «Una vez visto Dios, ¿cuál es el remedio?». 

No me atrevería a buscar respuestas a las preguntas de Sylvia Plath. No creo que sea el propósito de sus versos, sino llevarnos a su gestación, al motivo de su existencia, después de todo, preguntar es hacer Filosofía. Y no hay claves en este texto breve y amorfo sobre ella. Todo lo que se escriba será poco, será como una nube apresurada por el viento. Se ha escrito mucho sobre su vida, sobre su bipolaridad, sobre la tristeza en sus letras, sobre la violencia con la que se ha convertido en una escritora de culto. Poco podría añadir a ese mito. Sólo traigo sus preguntas para hacerlas nuestras y para transformarnos en ella, para que «nos hiera», como dijo la escritora peruana Cecilia Bustamante, quien hizo unas bellísimas traducciones de los poemas de Plath.

Comparto dos poemas: Metáforas, uno de mis preferidos, y Daddy, quizá el más conocido, por su intensidad y por el peso que tuvo en la vida de Plath la muerte de su padre, que ocurrió cuando ella tenía nueve años de edad.


Metáforas
(El Coloso, 1960)

Adivíname: nueve sílabas
tengo, elefante, casa grande,
melón con sólo dos tentáculos.
¡Oh fruta, marfil, leño fino!
Dinero nuevo en este bolso.
Soy medio, escena, vaca grávida.
Comí muchas manzanas verdes.
Del tren en que voy nadie baja.

Daddy
(Ariel, 1963)

Ya no me quedas no me calzas más
zapato negro, nunca más.
Allí dentro vivía como un pie
durante treintaitantos años, pobre y blanca,
sin atreverme a respirar ni decir achú.

Papacito he tenido que liquidarte.
Estabas muerto antes de que hubiese tenido tiempo
Pesado como mármol, talega llena de Dios,
estatua lúgubre una sola pezuña parda
Grande como un sello de San Francisco.

Una sola cabeza sobre el caprichoso Atlántico
Donde derrama granos verdes sobre el azul
Aguas afuera de la hermosa Nauset.
Me acostumbré a rezar para que volvieras.
Ach, du.

En la lengua alemana, en el pueblo polaco,
Raídos, nivelados por la aplanadora
De las guerras, las guerras, las guerras.
Pero el nombre del pueblo no es extraño.
Dice mi amigo el polaco.

Que hay más de una docena
De modo que no puedo acertar dónde
Tú pusiste la planta, tu raíz,
Yo nunca pude hablarte
Se me pegaba la lengua al paladar.

Se trabó en una trampa alambrada de púas
Ich, ich, yo, yo.
Apenas si podía hablar,
Creía que todo alemán eras tú
Y el obsceno lenguaje

Una máquina, era una máquina
Insultándome como a una judía.
Otro judío a Dachau, Auschwitz, Belsen.
Como judía empecé a hablar
Y pienso que muy bien judía puedo ser.

Las nieves del Tirol, la cerveza de Viena
No son tan puras ni tan auténticas.
Con mi linaje gitano y mi extraña suerte
Y mi mazo de Tarot, mis cartas de Tarot
Muy bien puedo ser algo judía.

Siempre te he tenido a ti
Con tu Luftwaffe, con tu glugluglú,
Y tu recortado bigote
Y tu ojo ario, azul celeste.
Hombre-panzer. Oh, tú...

No Dios, sino una esvástica
Tan negra que ningún cielo podría cernirse.
Toda mujer adora a un fascista,
la bota en la cara, el brutal
brutal corazón de una bestia como tú.

De pie estás en la pizarra, papi,
En la fotografía que tengo de ti,
Una hendidura en la barbilla
En vez de en tu pie.
Pero no menos demonio por eso, no,
No menos que el hombre de negro.

Qué puso freno a mi lindo y rojo corazón
Tenía diez años cuando te enterraron.
A los veinte intenté morir
Y regresé, regresé a ti
Pensé que hasta mis huesos volverían también.

Pero me sacaron de la talega
Y me reconstruyeron con goma.
Y entonces supe qué hacer.
Hice un modelo de ti.
Un hombre de negro con aire de Meinkampf.

Amante del tormento y la deformación
Yo dije sí, sí quiero.
Así, papito, he terminado al fin.
El teléfono se arrancó de raíz,
Las voces ya no pueden carcomerme más.

He matado a un hombre, he matado a dos
Al vampiro que dijo ser tú
Y bebió de mi sangre todo un año,
Siete años si quieres enterarte,
Papito, puedes descansar en paz ahora.

Hay una estaca en tu negro, burdo corazón,
A los aldeanos nunca les gustaste.
Están bailando y zapateando sobre ti,
siempre supieron que eras tú
Papito, papito: escúchame bastardo, acabada estoy.


No sé en dónde se encuentre la mujer que leía a Sylvia Plath cuando me dirigía a la biblioteca, pero si alguien la ve en la línea 6 del metro de Madrid, díganle, por favor, que agradezco su silencioso reclamo para que no me olvide de las grandes escritoras.