El verano y Juan Ramón Jiménez


Cambia nuestra percepción de la luz. Mutan las hojas de los árboles. Las grandes avenidas se llenan de coches y la gente se mueve velozmente. Atrás ha quedado el Madrid desértico de agosto, la soledad que se paseaba a las cinco de la tarde por las calles del Barrio de Salamanca. Los gigantes que han habitado el verano, como si de principios del siglo veinte se tratara, vuelven a sus casas: Baroja, Darío, Unamuno, Valle-Inclán, Machado, Ortega y Gasset. Pero hay uno que se queda bajo el resguardo de un árbol, como la sombra misma del árbol, y me dice:

«No es hastío de la vida, ni afán de otra cosa. Nada. Parece todo como desligado de mí, como si yo no tuviera poder ni dependencia de nada. Las mismas cosas mías me parecen estrañas y sin suficiente interés para mí... Y sin embargo, estoy a gusto, tranquilo, contemplando largamente, como una gloria, mi antemí ajeno, sin prisa ni cansancio.

Miro cómo esa familia merienda prolijamente en su hondonada; cómo ese niño y ese perro se revuelcan gustosos en la yerba; cómo pasa el lechero con sus latas; cómo sale el humo de esa chimenea; cómo descuelga la ropa esa monja; cómo ese guardia civil galantea con esa criada; cómo esa nube fea se eterniza; cómo esa niña se va comiendo su pan; cómo ese farolero va encendiendo las farolas de gas del camino; cómo pasa ese coche lejano; cómo salen las estrellas...

Ningún vínculo me ata a mí. Ahí está esa carta cerrada, ese libro sin leer, ese retrato sin mirar. Y no comprendo ningún signo de lo que me rodea: sillas, papeles, cuadros; ni me importa comprenderlo. ¡Qué bien, en este mí, que no soy yo, solo en un mundo que no es mío, más lejos que nunca de la vida, observándola tan de cerca, igual que en una muerte que viera la vida como una máquina de sentidos!

Más cerca que nunca de la vida, observándola tan de cerca».

El Madrid que describe Juan Ramón Jiménez ya no existe. Otro paisaje se abre ante nosotros un siglo después. Pero si hay algo que no cambia, si hay algo que se eterniza, es el andar de Juan Ramón por esta ciudad. Y hoy veo una placa en la calle Padilla, número 38, que así lo demuestra:

EL MADRID RECIENTE-BLANCO, 
MAYOR, VERDOSO, 
AMARILLENTO-SE DILATA, 
EN RECAMADO HERVOR, 
EN RECTA ANSIA... 

JUAN RAMÓN 
JIMÉNEZ 

PREMIO NOBEL 
DE LITERATURA 

EN LA CASA DONDE VIVIÓ EL POETA 
EL PUEBLO DE MADRID LE DEDICA ESTE RECUERDO 
24 DE DICIEMBRE DE 1981 
CENTENARIO DE SU NACIMIENTO 

Estos días de septiembre comienzan a abrir la panadería, la tienda de fotografía, la tintorería. Se desperezan las aceras y los camellones. Persianas abiertas, hombres de traje, ruido. Es oficial, se termina el verano.

Es necesario traer a Juan Ramón Jiménez como un buen recuerdo. Sin aviso. Traer sus primeros libros de Madrid: ‘Madrid primero’; ‘Sanatorio del retirado’; ‘Un león andaluz’; ‘Un vasco universal’; ‘Cerro del viento’. Bella prosa lírica. Género en el que Juan Ramón encontró su reflejo perfecto con la primera edición de ‘Platero y yo’ en 1914 y al que añadió 75 capítulos para la edición de 1917, casi cuarenta años antes de recibir el Premio Nobel de Literatura.

De los primeros libros de Madrid el de mayor extensión es ‘Un león andaluz’. Se trata de una referencia a Francisco Giner (filósofo y ensayista que fundó la Institución Libre de Enseñanza en España). Y quizá este libro y ‘Sanatorio del retirado’ sean los que más he disfrutado. No sólo me abrieron una nueva puerta al mundo juanramoniano, además se pueden vivir, como si de un viaje en el tiempo se tratara, la tormenta de nieve que cubrió a Ramón del Valle-Inclán, cuando le hizo una visita a Juan Ramón Jiménez, los ojos de sor Amalia y la mirada de sor Andrea (que no es lo mismo), al encontrarse con el joven Juan Ramón.

Hay más libros sobre Madrid que escribió y que hay que descubrir: ‘Colina del alto chopo’; ‘Soledades madrileñas’; ‘Madrid posible e imposible’. No sólo es posible el Madrid que nos descubre, sino que lo veo a él en todas las esquinas, en cada una de la sombras de los árboles. Su presencia está llena de puertas infinitas. Y, más allá de Madrid, nos descubre al mundo, a la vida. Hay que abrir todas las puertas que lleven a Juan Ramón Jiménez. Usemos como guía no sólo su prosa lírica, también sus versos:

DE TU LECHO ALUMBRADO DE LUNA ME VENÍAN…
De tu lecho alumbrado de luna me venían
no sé qué olores tristes de deshojadas flores;
heridas por la luna, las arañas reían
ligeras sonatinas de lívidos colores...

Se iba por los espejos la hora amarillenta...
frente al balcón abierto, entre la madrugada,
tras la suave colina verdosa y soñolienta,
se ponía la luna, grande, triste, dorada...

La brisa era infinita. Tú dormías, desnuda...
tus piernas se enlazaban en cándido reposo,
y tu mano de seda, celeste, ciega, muda,
tapaba, sin tocarlo, tu sexo tenebroso.

Así discurren sus palabras y con ellas me aferro a este verano que agoniza.