Esto no es un prefacio


Daniel Muñoz ha escrito un grito de gol. Lo ha escrito desde la grada, desde los vestuarios de una catedral futbolera, desde el túnel que lleva a la cancha, con el nerviosismo que provocan los minutos previos a un derbi. Y un grito de gol no tiene prólogos, prefacios o introducciones. Así que solo puedo escribir desde mi experiencia futbolera, desde mi cariño a un deporte que se juega en todos los rincones del planeta, como, por ejemplo, en Escocia. Mis hermanos y yo queremos mucho a un equipo de futbol escocés. Es una pasión extraña, no hemos vivido en Glasgow, no hay una raíz que nos identifique con los colores del Celtic, con su historia, pero hay un gran cariño hacia esa institución. Cuando era adolescente la televisión de paga transmitía los juegos de la Scottish Premier League (SPL). Todos los sábados me despertaba a las ocho de la mañana para seguir al Celtic, en especial si jugaba contra Rangers, también de Glasgow, en el llamado Old Firm, el clásico más antiguo del mundo. El sueco Henrik Larsson era la gran estrella del club. Mis hermanos fueron uniéndose a esa pequeña y nueva tradición familiar. Me sabía alineaciones, cómo iban en la tabla los equipos y de qué ciudades eran. Mis amigos no lo entendían, lo normal era conocer esos detalles sobre la liga mexicana, la inglesa, la española, la italiana, pero no sobre la SPL. Luego me interesé por la historia del club y conocí a los Leones de Lisboa, el equipo campeón de Europa que venció en la final al Inter de Milán, en la competición del 66-67. Así que el año pasado, en mi visita al país que vio nacer a Arthur Conan Doyle y a Robert Louis Stevenson, no podía dejar de pasar por Glasgow y por el mítico Celtic Park. Fue una gran experiencia el ver “la orejona” junto a la camisetas que usaron los jugadores en aquella final de Lisboa, entrar a los vestidores de madera, admirar las ventanas originales del siglo XIX. “Hay que preservar la historia, ¿no es así?”, nos preguntaba nuestro guía. Los alemanes, australianos, italianos y mexicanos que estábamos haciendo el recorrido, asentimos. Vi la camiseta de Larsson, las portadas de los periódicos que hablaban sobre esos leones campeones de Europa y que ganaron nueve años consecutivos la liga en Escocia. Después salimos al campo a través de un túnel lleno de pequeñas letras verdes. “Hay que preservar la historia”, continuaba asegurando nuestro guía. Los amigos a los que visitamos en Escocia, nacidos en Edimburgo y fanáticos del Hibernian, tampoco entendían esta emoción por unos colores que he hecho míos, pero la belleza del futbol está en que no tiene explicación.


El futbol es un como un amor y casi siempre viene como herencia. Viene de mi padre y del padre de mi padre. Y es que podemos viajar al día 17 de junio de 1970, en el Mundial celebrado en México, cuando se jugó el mejor partido del siglo veinte. Las selecciones protagonistas de ese encuentro fueron Italia y Alemania, que después de empatar a uno marcaron cinco goles en los tiempos extras: tres y dos, respectivamente. El juego estuvo lleno de emociones y dramatismo, solo hay que recordar a uno de los mejores jugadores de la historia, Franz Beckenbauer, defendiendo con un brazo inmovilizado. Pensar en ese juego es pensar en mi abuelo paterno, pues él estuvo ese día en el Estadio Azteca. ¡Qué partido viste, abuelo! Te imagino con las manos en la boca, ahogando un grito. Te imagino en un abrazo con algún extraño, celebrando uno de los siete goles marcados. Mi abuelo era un atlantista que dominaba la pelota con maestría. Mis primos y yo lo veíamos en los medios tiempos de nuestros propios partidos del siglo. Mi abuelo entregó esa pasión a mi padre, por eso mi padre nunca faltó a sus partidos de fin de semana en Culiacán, con el peor calor que puedo recordar. Mi padre también domina la pelota, como acariciándola, antes de dársela a alguien más.


No puede explicarse el futbol porque no es una elección, no escogimos ser futboleros, el futbol nos escogió a nosotros. Así pasa con los equipos a los que apoyamos. Cuando crecemos analizamos el porqué “le vamos” a un equipo, podemos detestar a los dueños, los malos manejos, pero no podemos, ni por un momento, pensar en cambiar de colores. Esto lo entiende muy bien Daniel Muñoz, que como aficionado le canta este libro al juego y a los que lo jugamos. Es una autobiografía canchera, un partido que aún se sigue jugando. Este libro es un elogio para traer a las manos a Maradona, Pelé, Cruyff, Zidane, Messi, Cristiano Ronaldo, a Guardiola y a Mourinho, a los ídolos nacionales, a los grandes estadios, a las citas mundialistas y a la sonrisa de Ronaldinho.

Daniel no se sorprende por mi cariño al Celtic, lo entiende muy bien: “Así es la euforia”, dice. Y también sabe lo que sentí al estar sentado en el Celtic Park, ante ese césped, aquella mañana de octubre. Él intuye que salí del lugar en el que me hospedaba previsualizando la gran copa plateada en las vitrinas, sabe que abordé ese autobús que me llevó al estadio con el recuerdo de los goles de Larsson y Chris Sutton, con los cantos para The Boys, The Hoops. Daniel conoce la euforia y la pone por encima de todo, pero la prueba de que este libro es sobre la raíz del futbol en nosotros, no sobre colores y pasiones aisladas, es que Daniel, del Guadalajara (así, “del”, porque les pertenecemos), le haya pedido a un americanista que escriba este prefacio que no es tal, que también es un grito de gol. Al los rojiblancos y a los azulcremas los une la misma euforia, al Celtic y al Rangers los une la misma euforia, a River y a Boca los une la misma euforia. También une a los salones de una escuela, que se enfrentan en una final todos los días a la hora del recreo. Por eso, con un poco de suerte todos nos volveremos “mendigos del buen futbol, lo ofrezca quien lo ofrezca”, como decía Eduardo Galeano. La pelota es blanca, no tiene colores. En el rectángulo de la cancha cabemos todos. Donde se juegue, en la tierra, en la calle, en un estadio profesional, lo importante es el deseo de detener el tiempo, de sentir la mañana en el rostro cuando corremos por una banda con el balón dominado. A veces pienso que sigo en una de esas canchas, con la adrenalina que me producía un juego importante. Cierro los ojos y estoy ahí, viendo rodar la pelota como si todo en la vida se pudiera solucionar en 90 minutos. Tienes razón, Daniel, esto es una euforia.

[Prefacio de 'La geometría de la euforia', de Daniel Muñoz]